Dámaso Alonso arañaba
el aire a través de la voz de Gonzalo. El aire se cargaba de una tensión
espesa, la clase contenía la respiración, y solo los versos descompuestos se
movían entre los alumnos.
Gonzalo lo sabía, sabía
qué estaba generando con aquella poesía amarga, fruto de la angustia vital de
un hombre que respiraba muerte, por eso siguió leyendo:
−“… oh, sobre todo esos ojos
que no me permiten vigilar el espanto de las noches,
la terrible sequedad de las noches, cuando zumban los
insectos,
de las noches de los insectos…”− suspiraba.
Gonzalo les regalaba
poesía mientras las imágenes de Dámaso recorrían mente a mente, corazón a
corazón, los pulsos de unos niñatos ingratos y estúpidos, que delante de la belleza
del dolor no podían hacer más que quedarse quietos. Sin respirar. Dejando poco
a poco que les comieran los insectos.
−“Y estaban verdes, amarillos y de color de dátil, de color de tierra
seca los insectos,
ocultos, sepultos, fuera de los insectos y dentro de mi
carne, dentro de los insectos y fuera de mi alma,
disfrazados de insectos.
Y con ojos que se reían y con caras que se reían y patas
(patas, que no se reían), estaban los insectos metálicos
royendo, royendo y royendo mi alma, la pobre, zumbando y royendo el cadáver de
mi alma que no zumbaba y que no roía…” − leía, regalaba, esperaba
reacciones de alumnos consternados, incómodos, estúpidos.
Aquella clase dio a luz
a un enjambre de insectos oscos −que aprisionaban almas bajo sus patas
pegajosas− de la mano de Gonzalo, de la mano de Dámaso. La angustia se extendió
lentamente por sus rostros, calando cada pequeño hueso de sensibilidad que
pudieran tener. Y ellos, mientras tanto, no entendían muy bien el porqué de
aquella incomodidad.
Gonzalo en cambio lo
entendía todo. Entendía a los insectos, entendía a los alumnos. Explicaba cada
pausa, cada latido de la poesía, con un amor característico del genio que
entiende y sabe entender. Sentía su ritmo, imperceptible para el gladiador
orgulloso que muere en el primer asalto, pero vivo y fuerte para el músico de
orquesta escondido entre iguales. Veía el dolor, casi lo podía tocar con los
dedos en el aire de aula. Sus palabras habían abierto brechas.
−“… que me están royendo el mundo, mi alma, mi alma,
y, ¡ah!, los insectos,
y, ¡ah!, los puñeteros insectos.”− gritó al aire, con los
ojos cerrados, y las manos prietas sobre un libro que no le daba más
respuestas.
Ya nadie sabía si se
enfrentaba a sus demonios de profesor o a los demonios del poeta. Pero quería
luchar contra todos aquellos insectos.
Fue precioso.