Entrad, sin miedos y prejuicios. Bienvenidos a mi reino de mediocridad y simplicidad. Bienvenidos a mi hogar.

Desde el minuto cero os pido encarecidamente que me juzguéis con pasión y crueldad. Aquí no hay lugar para los cobardes o los aduladores, solo para los que saben meter el dedo en el ojo hasta el final.

Espero ver en vuestros rostros sonrisas de hiena, de depredadores hambrientos. Si estáis aquí es por alguna razón, aprovechadla para despedazarme. No puedo pedir menos.

El triunfo, dicen, se mide de muchas formas: enemigos, riqueza, fama, poder… En mi hogar, es decir, aquí, se mide en “bienvenidos” pronunciados.

Poneos cómodos ya que si habéis llegado hasta este punto, es para quedaros.

domingo, 17 de diciembre de 2017

spleen

¡Inspiración poética! gritaba el poeta
Mientras desgarraba con tinta su piel fría
¡Inspiración poética! rezaba su risa
Mientras sus lágrimas corrían bajo sus pupilas

Críptica y crítica su mano escribía,
Medía sus sílabas de pura agonía
Dolorida y sufrida su alma exigía
Letanía, lejanía, un poco de alegría

La vida decidía sobre su pobre poesía
Y el poeta marchito nada le respondía
¿Qué quieres, vida mía? ¿Qué darte a ti si ya tienes mi vida?
Un poco más de sangre, poeta. Eso le pedía

Y el poeta sin vida, sin poesía, no respondía
Solo sentía. Y en ese dolor, un fuego nacía
que le hacía al poeta sentirse con vida
Una vida fría que apenas le quería

Dolor y fuego, respiraba su pulso
Mientras contenía los pasos de su vida marchita
Dolor y miedo, mantenía con vida
En su alma partida, en su alma sin tinta

Y el poeta moriría. Sin ver en los ojos 
de sus hermanos su propia poesía
Que sin tinta, que con el alma partida
Ellos le reconocerían y amarían


miércoles, 12 de julio de 2017

Espirales de humo

Un escalofrío recorrió su espalda.

Despertó en una habitación con una luz tenue. Olía a sexo y verano, el aire era espeso. ¿Qué hora sería, las tres, cuatro, de la tarde? Sentía el cuerpo agarrotado.
Alguien abrió la puerta de la habitación y movió las sábanas. Una mano sudorosa y familiar escalaba su muslo. No entendía muy bien la situación, la cabeza le pesaba y tiraba hacia atrás. Tenía la lengua sequísima e hinchada.
Joder, definitivamente tenía que dejar el tequila y los cigarrillos.
Consiguió emitir una especie de gruñido.

- ¿Qué te pasa? ¿No te gusta? – la voz de la mujer despertó una parte de su conciencia. Su tacto ya le había resultado familiar, pero su voz... Ya la conocía, pero, ¿de qué? Olía a jabón y a besos furtivos. Su voz, su tacto, su olor, todo ello tenía algo magnético y excitante.

− No, no, no es por ti, es que no me encuentro muy bien hoy, voy a ver si encuentro algo de agua – ya tenía intención de levantarse de la cama para ver mejor la cara de la mujer que tenía al lado, pero ella no le dio esa opción. Rápidamente se sentó encima y le cogió la mano.

− Anda, ten, te he traído antes una botella. – Respondió. – Llevas todo el día dando vueltas en sueños. Aunque antes has estado bastante consciente – rió – ha sido muy divertido, Cal, esperaba poder repetirlo. – se bajó y se tumbó a su lado.

Se incorporó en la cama y bebió un largo trago de agua. Maldito líquido milagroso. Mientras, se iba fijando cada vez más en esa mujer. Largo pelo negro, pechos pequeños, piernas cortas. No podía parar de observarla y ella no podía parar de moverse, se sentaba con las piernas cruzadas, las estiraba. Se apartaba el pelo y jugueteaba con él. Agarraba un cigarrillo de la mesilla de noche y le daba vueltas en las manos. Círculos perfectos, casi como espirales. Al final se lo llevó a la boca y lo encendió. Fumaba despacio, y se entretenía con el humo. Era rematadamente ordinaria y eso la hacía jodidamente preciosa.

− Oye Cal, al final no me explicaste anoche de donde viene tu nombre. – hizo una pausa para soltar el humo. – Calantha… Es precioso, aunque suena mejor entre gemidos, he de admitir. – se reía de una manera jovial y despreocupada. Todo en ella parecía fácil y resuelto. Sonaba a confianza lograda a base de martillazos.

− Pues tampoco tiene mucho misterio, mis padres adoran la cultura griega y Calantha les debió de gustar. – algo en su interior se revolvió. ¿Culpabilidad? Nacía de sus entrañas y le pellizcaba la conciencia.

La mujer morena se volvió hacia ella mientras apagaba el cigarro. La besó con fuerza y le sujetó las manos. Casi sin dejarla respirar, recorrió su pecho con una mano. Entre caricias suaves bajó hasta su ombligo. Con un dedo de fuego dibujaba su circunferencia. Cal solo podía escuchar sus propios gemidos.

Un escalofrío recorrió su espalda.

Despertó desnuda y sola en su habitación. Temblando apartó su propia mano de sus piernas.
De nuevo la mujer morena que rasgaba sus sueños cada noche.


Ya no sabía si aquello era una maldición.


Este es mi pobre intento de hacerle honor a un relato que escribió Cortázar, en el que se rompe la barrera entre la realidad y la ficción. Yo he elegido el sueño y la realidad, probablemente porque dentro de nuestros sueños nos revelamos a nosotros mismos y nos rebelamos contra nosotros. 

domingo, 26 de febrero de 2017

Defínete.

Volver a volver, saber que no estás y yo nunca estaré…

Definámonos. Tomemos el camino fácil, ese que nos ofrecen los presentadores parlanchines a través de las luces que confunden y embotan el alma.

Definámonos. Tomemos el camino difícil, ese que está lleno de incertidumbres oscuras y pastosas, ese que da miedo, ese que cuesta analizar en retrospectiva.

Pero definámonos, o elijamos no definirnos. Elijamos encontrarnos a través de los ojos de alguien. En su ilusión y sus ganas. En sus miedos.
Hagamos paralelismos con los lunares de sus cuello, de sus espaldas o de sus brazos. Contemos anécdotas estúpidas, contemos con nuestros dedos todas nuestras manías. Besemos a la noche.

No quiero contar lo mismo que ayer, ahogar las palabras, quemarme la piel…

Definámonos como estúpidos sin remedio. Como jóvenes inconscientes. Riámonos de sus moralejas, seamos sus estereotipos, luchemos por nuestras ganas y por nuestra falta de tiempo.

Definámonos como la generación que hace falta. Partámonos la cabeza contra un techo de cristal, llenemos de ideas frescas sus jarrones de diseño. Desparramemos alcohol, compartamos recuerdos. Seamos nuestros.

Pero destrocémonos. Seamos sádicos con nosotros mismos. Hagamos promesas para romperlas después. Jugueteemos con nuestra consciencia. Que no nos paren, que gritemos hasta enloquecer. Un poquito más cada día.

Mis memorias me persiguen, de eso no puedo librarme. De lo que fui solo queda hueso y carne…

Definámonos como “las jóvenes promesas del futuro”. Démosles lo que nos piden, pero dejémosles con la miel en los labios. Seamos zorros, zorras, animales con pasión, con astucia. Rompamos calles con nuestros pasos de madrugada. Desgarrémonos la voz a base de cucharadas de melancolía. Dibujemos a la imaginación como si nunca la hubiéramos mantenido cautiva.

Se puede perder la vista, pero nunca la mirada…

Y veamos, contemplemos nuestras obras de arte. Giremos la cabeza y observemos nuestros pasos titubeantes. Sonriamos como locos y desplacemos las ganas cada vez más cerca de nuestros pulmones. Rindámonos ante nosotros mismos y levantemos la cabeza hasta que duela.

Definámonos como los indefinibles. Amenacemos con un par de acordes a los cuerdos.
Y no dejemos que el ciclo termine.


Era distinto en 1932…

Letra de la canción "1932" de La Maravillosa Orquesta del Alcohol.

lunes, 2 de enero de 2017

Demonios de alquitrán

Los demonios son viscosos y presumen de estar hechos de alquitrán. Sus uñas largas no hacen más que arañar las entrañas que mueren, un poquito más, con cada latigazo de mala suerte.
Los demonios viven envueltos en pedazos de cristal, y con cada vuelta, cada movimiento de sus garras, destrozan un vientre lleno de culpabilidad. 
Culpabilidad que nace de la razón, esa estúpida y endeble propiedad humana, que intenta por todos los medios abrirse camino entre la destrucción.
Oh Baudelaire, tú lo sabías bien. Casi puedo ver tu sonrisa amarillenta en las cuencas de mis ojos. Sarcástico, venenoso, te abres paso entre los demonios como uno más y a la vez como un ángel salvador. ¿De qué dolores presumes esta vez? ¿Alguno será capaz de acompañarme?

Intento respirar y solo sale humo de mi boca, negro y espeso, como los demonios. Huele a quemado, huele a autocompasión, huele a un sombrero de copa que se perdió en el tiempo y que se echa de menos a sí mismo.
Oda a la muerte, a la pena, a la pesadumbre de un mundo que se pudre, que está lleno de demonios, de demonios de alquitrán, a los que se venera con pasión y humildad, porque son creídos ángeles. Y yo soy capaz de ver la verdad, pero solo callo, como una más, porque el miedo a molestar nubla las ganas de vivir.
¿Postmodernismo? Yo solo entiendo de una pena que no me deja vivir, que se ha consolidado en los cimientos de mi madurez. Que lleva mi propio nombre, y eso es lo más jodido. Inexplicable, deforme, mis siglas y mis razones. Así me persigue, como un azote de cólera e ira. Un pecado capital anónimo que no tiene condena. ¿Seré yo un engendro más de este mundo gris?

Llevadme de vuelta al seno de la felicidad, dejadme regodearme un poco más. Yo, suplico, de rodillas: estúpida, recupérate, recupéranos. Y estos recuerdos atenazantes, tan ingrávidos y a la vez tan frescos, que reviven los sabores de la infancia en mi boca, todo envuelto en chucherías.


Pero no, eso ha muerto. Igual que Baudelaire. Igual que la esperanza. Mientras, el asco se renueva. Las ciudades agonizantes, llenas de cadáveres (¡oh, Dámaso!) crecen, y crecen, y crecen… Y siguen matando. Y nosotros nos dejamos, yo la primera, porque la corriente arrastra con su olor a putrefacción y su fuerza de coloso. Así que vendadme los ojos, ¡rápido! Antes de que siga viéndonos morir. Y alimentadme, con vuestras manos putrefactas, antes de que estos demonios se quejen en mi interior. No quisiera verlos morir, no, por favor…

viernes, 9 de diciembre de 2016

Enjambres de enseñanza en un aula de insectos

Dámaso Alonso arañaba el aire a través de la voz de Gonzalo. El aire se cargaba de una tensión espesa, la clase contenía la respiración, y solo los versos descompuestos se movían entre los alumnos.
Gonzalo lo sabía, sabía qué estaba generando con aquella poesía amarga, fruto de la angustia vital de un hombre que respiraba muerte, por eso siguió leyendo:

−“… oh, sobre todo esos ojos
que no me permiten vigilar el espanto de las noches,
la terrible sequedad de las noches, cuando zumban los insectos,
de las noches de los insectos…”  suspiraba.

Gonzalo les regalaba poesía mientras las imágenes de Dámaso recorrían mente a mente, corazón a corazón, los pulsos de unos niñatos ingratos y estúpidos, que delante de la belleza del dolor no podían hacer más que quedarse quietos. Sin respirar. Dejando poco a poco que les comieran los insectos.

“Y estaban verdes, amarillos y de color de dátil, de color de tierra seca los insectos,
ocultos, sepultos, fuera de los insectos y dentro de mi carne, dentro de los insectos y fuera de mi alma,
disfrazados de insectos.
Y con ojos que se reían y con caras que se reían y patas
(patas, que no se reían), estaban los insectos metálicos royendo, royendo y royendo mi alma, la pobre, zumbando y royendo el cadáver de mi alma que no zumbaba y que no roía…” − leía, regalaba, esperaba reacciones de alumnos consternados, incómodos, estúpidos.

Aquella clase dio a luz a un enjambre de insectos oscos −que aprisionaban almas bajo sus patas pegajosas− de la mano de Gonzalo, de la mano de Dámaso. La angustia se extendió lentamente por sus rostros, calando cada pequeño hueso de sensibilidad que pudieran tener. Y ellos, mientras tanto, no entendían muy bien el porqué de aquella incomodidad.

Gonzalo en cambio lo entendía todo. Entendía a los insectos, entendía a los alumnos. Explicaba cada pausa, cada latido de la poesía, con un amor característico del genio que entiende y sabe entender. Sentía su ritmo, imperceptible para el gladiador orgulloso que muere en el primer asalto, pero vivo y fuerte para el músico de orquesta escondido entre iguales. Veía el dolor, casi lo podía tocar con los dedos en el aire de aula. Sus palabras habían abierto brechas.

−“… que me están royendo el mundo, mi alma, mi alma,
y, ¡ah!, los insectos,
y, ¡ah!, los puñeteros insectos.”− gritó al aire, con los ojos cerrados, y las manos prietas sobre un libro que no le daba más respuestas.
Ya nadie sabía si se enfrentaba a sus demonios de profesor o a los demonios del poeta. Pero quería luchar contra todos aquellos insectos.


Fue precioso.